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martes 7 agosto 2007 21544 Vistas

Cuando muere un hijo de puta


Por Dante López Foresi

En varias redacciones ya se encuentran confeccionadas las notas necrológicas de varias personalidades aún vivas de nuestro país. Los jefes de redacción solo esperan la muerte de cada quién para dar la orden de publicación "con el dolor por la pérdida irreparable" de cada caso. Esto es así, porque en el imaginario argentino no es novedad que la muerte santifica y exculpa hasta a las almas más siniestras. La única distinción terrenal periodística entre buenos y malos se limita a la extensión de la necrológica: cuanto mejor persona fue en vida, más extensa es la nota, y viceversa. El único castigo que merecen los hijos de puta es ser relegados a un simple recuadro recordatorio o al último titular en importancia del día de su muerte. Jamás la condena verbal y escrita. Quizás sea así porque la muerte ajena siempre nos remite a nuestra inexorable muerte futura. Hasta resulta difícil conjuga r tiempos verbales cuando nos referimos al único fenómeno humano inmodificable. únicamente en comentarios domésticos se suele escuchar: "que paradoja...murió una buena persona y hay tanto hijo de puta caminando por la calle...". Y es tomado con toda naturalidad que los turros mueran en una cama, sin dolor, de viejos y sin castigo. Aún nos conformamos con la idea del "castigo divino", y en él depositamos nuestra propia responsabilidad de señalar con el dedo y la palabra. Es que la muerte no deja de ser un episodio tan natural como el nacimiento. Creemos que nacemos buenos y nos intoxicamos con el paso de los años. Pero no evaluamos que intoxicarse es una decisión humana. Los valores y principios suelen ser nuestro antídoto contra la toxicidad de la vida. Nos permiten no alejarnos demasiado de esa supuesta pureza que tuvimos al nacer. Y valores y principios es -justamente- lo que no existe en el mundo de los hijos de puta. Es medianamente sencillo entender por qué suponemos que nacemos puros, pero...¿alguien puede afirmar desde su corazón que la muerte nos devuelve a todos ese perfil casi inmaculado que tuvimos tras nuestro primer llanto? Todo parece indicar que nos resultará muy complicado llegar a la madurez suficiente como para poder leer en grandes titulares la leyenda... MURIÓ UN HIJO DE PUTA.

En primer lugar porque que hay conceptos y creaciones lingüísticas insustituibles, como ya lo dijeron Gabriel García Márquez y el negro Roberto Fontanarrosa en el último Congreso Internacional de la Lengua. El concepto "hijo de puta" no posee en nuestro idioma otros que lo reemplacen. Y no es un insulto a las madres, como suelen afirmar los minusválidos intelectuales. Es toda una definición de un estilo y una filosofía de vida deliberadamente elegida. Si bien algunos creen que "mala persona" es un concepto alternativo. Pero no. "Mala persona" es un concepto cargado de subjetividad y creado desde la opinión de las víctimas ocasionales. En cambio, un hijo de puta es una mala persona indiscutible, y es una definición ecuánime. No es simplemente alguien que se comporta como mala persona. Ser mala persona es una parte ínfima de su elegido estilo de relacionarse con los demás y de considerar al mundo de los afectos. La diferencia es visible: cualquiera puede ser considerado como mala persona por actitudes juzgadas por terceros. Pero en estos casos existe la posibilidad de error y reparación. Un hijo de puta no desea jamás la reparación, pues ser hijo de puta es su esencia. Una supuesta mala persona puede llegar a considerar la posibilidad de curarse luego de leer a Almafuerte. Pero un hijo de puta ni siquiera evalúa esa posibilidad. Ha elegido serlo hasta su muerte. Y repito esta idea: "ha elegido" ser un hijo de puta. Es su responsabilidad. Muchos de ellos hasta sienten placer y una sensación de "poder" al ser señalados como tales. Se jactan de su "hijoputez".

Podría caer en la simplificación de suponer que hijo de puta se nace. Sin embargo opto por seguir respetando aquella esperanzadora creación cultural de los bebés incorruptos. De este modo, hijo de puta deja de ser un adjetivo calificativo (o descalificativo) sino toda una definición humana. Y en esta alquimia que es vivir, el mundo se divide a menudo entre buena gente por un lado, e hijos de puta por el otro. Nótese que deliberadamente evito escribir eufemismos tales como "hijo de p..." o "hdp", por considerarlos prejuicios cobardes idiomáticos. El idioma es por definición una serie de símbolos que las sociedades nos ponemos de acuerdo en utilizar para definir cosas, personas, actos, etc. Y creo que todos estamos de acuerdo, aunque en privado tengamos reparos en mencionar ciertas palabras, en qué significa exactamente un hijo de puta. Cuando George Bush (pido perdón por utilizar por primera vez una palabrota en este artículo) define al supuesto "eje del mal" intenta precisamente calmar a la especie señalándole donde están los buenos y donde los hijos de puta. Sin embargo, todos sabemos que en ambos extremos del supuesto eje hay hijos de puta asociados. Bush solo intentó distraer la atención denunciando primero, como si la primicia en nuestra cultura también santificara. Como la muerte.

Sin embargo, usted y yo sabemos distinguir nítidamente. Habiendo frente a nosotros tantos ejemplos cotidianos de buena gente que vive para hacer el bien desinteresadamente y por el solo placer de hacerlo, me parece un deber señalar inequívocamente a los hijos de puta. Sin eufemismos. Porque no consideraríamos al blanco como claro, si no lo comparásemos con la oscuridad de negro. Y precisamente para resaltar la claridad del puro, debemos previamente mostrar "claramente" su opuesto. Cuando murió Augusto Pinochet, a modo de ejemplo, consideré un sacrilegio para con las almas nobles leer varios titulares que decían "murió el ex dictador" y hasta algunos que osaron informar que "murió el ex presidente de Chile". No señor. Me resisto a que la noticia sea publicada de otro modo que diciendo: "murió un hijo de puta". Y vuelvo a la comparación con su concepto más parecido. Una mala persona solo provoca dolor entre sus cercanos. Pero solamente un hijo de puta lo hace deliberadamente y midiendo perfectamente las consecuencias. No significa esto que solamente quienes cometen genocidios pueden ser definidos como hijos de puta. Cada uno de nosotros tiene a la vista sus hijos de puta privados. Y nos enorgullece ser sus víctimas, y jamás sus aliados. Eso nos diferencia y distingue.

Esta serie de reflexiones solo intenta extirparnos del alma ese sentimiento impuesto por la tradición judeo-cristiana: la culpa. Y sentimos culpa cuando sobreviene el alivio tras la muerte de un hijo de puta. Que desconozcamos la muerte, que todo lo desconocido nos atemorice, que nos aterrorice su sola idea, que tengamos como única certeza humana que la muerte nos alcanzará algún día y que nos consideremos buenas personas por no desear íntimamente la muerte de nadie no debe detenernos a la hora de expresar nuestras reacciones ante la muerte de alguien que es el único responsable de ser considerado un hijo de puta. Lo que sentimos es genuino, por más censuras que nos impongan los dogmas y la tradición. Y no debemos hacerlo únicamente para evitar psicoanalistas que nos ayuden a liberar nuestros sentimientos reprimidos. Tenemos la obligación de marcar la diferencia entre muertos en honor a tanta buena gente cercana o no, que se nos aleja diariamente. No es justo impartir el mismo trato generoso a dos almas, si una es noble y la otra decidió no serlo. La muerte no nos iguala. La muerte termina con nosotros, que es otra cosa.

La vida, Dios, los mandatos y los titulares de los diarios no tienen derecho de actuar tan injustamente al pretender que el natural hecho de la última exhalación provoque automáticamente el veredicto que indica que una vida guiada por la decencia sea considerada similar a la existencia de un hijo de puta. Cuando alguien muere injusta y prematuramente, es válido dudar hasta de la existencia de Dios, pues la fuente de toda justicia no tiene derecho a hacer excepciones tan dolorosas. Cuando una persona amada por sus amados muere, es también válido sentir no solamente el dolor objetivo que esa pérdida provoca, sino el adicional por intuir nuestra propia e inexorable muerte futura. Pero cuando quien muere es alguien que dedicó su vida por elección personal a hacer daño, a convertir el oro en barro, a pisar los brotes nacientes, a traicionar confianzas, a quitarle el pan de la boca a sus hijos para entregárselo a bocas prostituidas y una interminable lista de etcéteras, en este caso no solo podemos, sino que debemos afirmar sin culpas ni temores: murió un hijo de puta.

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